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Trucos para ver en la oscuridad

Publicado: 2022-07-09


Si tenemos que recapitular lo vivido, si tenemos que visualizar mejor sus herencias en el presente, podríamos decir que la pandemia reveló, en primer término, el engaño de un modelo económico obscenamente despreocupado del bien común; un modelo astutamente cínico que, bajo el lema “el Perú avanza”, ocultaba todas sus fallas e injusticias. Pero si tenemos que teorizar más, es decir, si tenemos que adentrarnos en esas categorías que algunos filósofos llamaron “trascendentales”, podemos afirmar que la pandemia produjo transformaciones en las formas en las que experimentamos el “tiempo” y el “espacio”. Como se sabe, éstas son dos categorías sin las cuales ni la experiencia ni el conocimiento son posibles.

“Trucos para ver en la oscuridad”, la obra de teatro que hoy puede verse en el Centro Cultural de la Universidad Católica, captura este problema en primera instancia. El encierro -lo sabemos- transformó nuestro sentido del tiempo: lo detuvo, lo homogenizó y no hizo sino mezclar, sin compasión, lo que antes estaba separado: el tiempo de la vida y el tiempo del trabajo, el de la noche y el día, el momento privado de la soledad y las demandas del mundo exterior. Pero más aún: al convertir la casa en el único lugar posible, la pandemia también afectó nuestro propio cuerpo que se sintió más precario y más frágil. La agobiante irrupción del mundo virtual comenzó a sustituir cuerpos por imágenes, espacios por pantallas.

Esta es una obra que busca transmitir dos ideas: la primera, que los hombres no vivimos la pandemia igual que las mujeres; y la segunda, que quienes se dedicaban a las artes escénicas quedaron absolutamente descolocados no solo laboral sino existencialmente. Con desgarro, pero con toda la verdad que la posición feminista trae consigo, la obra nos enfrenta al relato de una mujer que cuenta cómo su rol como madre, su vocación profesional y su necesidad de escribir y hacer teatro se vieron transformadas como una frustración que tomó cuerpo y se hizo sentir muy fuerte.

A este relato testimonial, se le añade una historia ficticia. Se trata de la supuesta organización de funciones clandestinas de teatro durante los meses de la pandemia. Invitada por una actriz amiga suya, las dos deciden asistir a una de estas funciones y, solo desde ahí, ambas pueden recuperar algo de sí mismas y comenzar a devolverle a la vida un sentido auténtico más allá de los mandatos impuestos por la pandemia y por la vida social en general.

Lo cierto, en efecto, es que, si todas las profesiones pudieron adaptarse, más o menos, a los cambios de la pandemia, para algunos teatreros casi no existió alternativa posible. Como los viejos revolucionarios a los que no les quedaba otra alternativa que salirse del sistema para intentar transformarlo, aquí la opción por la ilegalidad se presenta como una legítima manera de deconstruir esa frontera instalada por el falso moralismo o por esos grupos de poder que solo cuidan un sistema funcional a sus intereses. Es a partir de este hecho, salirse de la ley, que la obra ingresa a un sofisticado juego de espejos donde el teatro reflexiona sobre sí mismo y donde la ficción emerge como un potente dispositivo para conocer la realidad.

Notemos que, poco a poco, la pandemia va siendo objeto de elaboración simbólica en el Perú actual. Dos libros me parecen fundamentales. “Coronavirus y buen gobierno” del brillante retablista ayacuchano Edilberto Jiménez y “Algo nuestro sobre la tierra” de Joseph Zárate, una notable y sentida crónica sobre lo vivido desde los sectores sociales más excluidos. A ellos, hoy se le suma esta obra de teatro en la que Mariana de Althaus y Alejandra Guerra han realizado un trabajo estupendo. La escritora y la actriz se hacen una sola en una historia verdaderamente compartida. Si, por un lado, el guión salpica pertinentes alusiones a frases y monólogos como un homenaje a la solemne historia del teatro, por otro, la puesta en escena muestra innumerables recursos (escénicos y actorales) realizados con suma belleza por una actriz que alcanza aquí uno de sus mejores trabajos.

La metáfora es nuevamente muy intensa: no se puede dormir hasta que el teatro no funcione. No se puede vivir hasta que no exista un verdadero sentido de comunidad. Žižek llama “denegación fetichista” a todo discurso de “progreso” que oculte sus fallas y los antagonismos que ocasiona. No sucede aquello en esta obra. Exorcizando a la muerte, visibilizando un machismo que no deja de interpelarnos, sumergiéndonos en el dolor de una verdadera crisis personal, la obra insiste que sin rituales no hay comunidad y que sin comunidad, vale decir, sin espacio compartido, no hay armazón para la vida. Si falta eso, solo resta el insomnio agobiante, las piernas rotas, el individualismo avaro y la muerte pura.


Escrito por

Victor Vich

Crítico literario. Doctor Georgetown University, EEUU. Enseña en la PUCP. Ex-profesor de la Escuela Nacional de Bellas Artes.


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