El debate sobre la corrupción tiene que ir a la raíz y parece que todavía muchos políticos no se deciden afrontarlo (y pensarlo) con profundidad. Las cinco medidas contra la corrupción propuestas por el gobierno de PPK no solucionan el problema, solo lo desplazan hacia otro sectores. ¿Quieren “sacar” a los corruptos del Estado para que hagan su “trabajo” en la sociedad civil?   

La corrupción no es un problema solamente jurídico, sino un problema cultural. ¿Han pensado en eso los políticos? La corrupción tiene que ver con el patrón de socialibilidad, con la cultura, con la educación, como la forma en la que nuestra cultura (nuestros hábitos asentados) nos socializa desde niños; tiene que ver con la pérdida de autoridad de la ley, con las increíbles maneras en las que en el Perú se han normalizado muchas formas de informalidad y de trasgresión.

No solo los políticos, los congresistas, sus asesores y muchos empresarios son corruptos. Hoy la corrupción se ha vuelto una cultura, se ha asentado como un tipo de vínculo que permea buena parte de la vida cotidiana. No se trata de una práctica referida a quienes tienen poder: es algo entretejido en la propia vida social. El Perú, en efecto, es un país en el que “hay que estar atento”: todo el mundo parece dispuesto a sacar algún tipo de “provecho”, a engañar, a realizar algo injusto. Desde arriba hasta abajo, desde un costado hasta el otro, el deterioro social es muy visible. Más allá de que la corrupción mine la gobernabilidad y neutralice parte del crecimiento económico, más allá de que sea una traba para ese tipo de desarrollo que nos venden (medido siempre desde “indicadores” muy parciales), lo cierto es que su asentamiento como práctica cotidiana, vale decir, su conversión en habitus, desintegra el vínculo social y nos va destruyendo como comunidad.

Como muchos lo han notado ya, el celebrado “emprendedurismo” tiene también un lado oscuro: el fin ha comenzado a justificar a los medios, el mandato del progreso y del desarrollo parece prescindir de toda norma ética. Hoy se promueve salir adelante casi a cualquier costo. En la ansiedad por acumular más capital, puedo pagar sueldos bajísimos y dejar de ser justo, en la necesidad por tener un trabajo puedo destruir la ecología. En la ansiedad por progresar, puedo detener el tráfico en el medio de la pista para coger un pasajero (“Señores, déjenme pues, estoy trabajando”). Hoy nuestra bellísima cultura neoliberal solo parece honrar al sujeto concentrado en sí mismo, pragmático y gozador de la competividad salvaje.

¿Por qué la ley no tiene autoridad en el Perú? La respuesta es simple: porque quienes proponen la ley son los primeros en violarla. El Estado prohíbe matar, pero sus policías son los primeros que matan (pagados por las empresas mineras). La ley dice que ante los desastres el gobierno debe intervenir, pero en el caso de los shipibos se está interviniendo muy poco (y lo deja casi todo a manos de esas autoridades municipales) porque son shipibos (“ciudadanos de segunda clase”, para algunos) y porque por alguna extraña razón nadie se mete con Castañeda.

¿Cómo se combate la corrupción? ¿Qué tipo de sociedad queremos?

¿Combatir la corrupción es solo un tema de “sanciones”? Insisto ¿Los gobernantes -y sus asesores- se han puesto a pensar en los patrones de socialización? ¿Dónde es urgente intervenir? ¿La cultura tiene algún rol que cumplir ante este problema? Digamos que la corrupción en el Perú tiene que ver con el hecho de que somos un país en el que no ha llegado a sedimentarse un sentido de lo colectivo, del bien público, del bien común. Somos una cultura que no ha llegado a entender que el interés privado no debe ser opuesto al bien público.

Los políticos (algunos) siguen creyendo que combatir la corrupción implica solo sancionar y ello es un grave error. La mayoría no tiene más ideas al respecto. Hoy, la clase política no parece darse cuenta que hay que atacar por otro lado, que hay que intervenir en la escuela, en los espacios públicos, en la cultura, en la vida ordinaria, en la manera en la que el vínculo social en el Perú (el vínculo entre las personas) ha quedado regulado. ¿Cómo intervenir entonces? Una respuesta son las políticas culturales.

La responsabilidad de cualquier gobierno es contribuir a formar mejores ciudadanos y para eso las políticas culturales -y las artes- tienen una tarea que cumplir. Se trata de utilizar las artes para ofrecer nuevos modelos de identidad, para cambiar nuestras representaciones de la vida colectiva, para visibilizar más la sociedad que tenemos, para hacer notar sus antagonismos, sus inercias, sus poderes en curso, sus absurdos, sus injusticias, para imaginar nuevas posibilidades de vida en común.

Las políticas culturales deben ser un área privilegiada en el Estado. ¿Tiene el Ministerio de Educación un proyecto para combatir la corrupción en la escuela? No lo tiene, pero lo que sí parece que tiene son programas para fomentar el “emprendedurismo”. ¿El notable libro de Alfonso Quiroz podría llegar creativamente al aula escolar? Si la corrupción es un problema cultural, ¿tiene el Ministerio de Cultura alguna propuesta al respecto? En un país donde hay Morenos por todos lados, donde el propio Cardenal se copia los textos de otros y donde al alcalde de Lima (y a otros de muchas partes del Perú) no lo fiscaliza nadie, seguimos tocando fondo. ¿Podrían los políticos de turno -alguna vez en la vida- ir a la raíz de los problemas?